viernes, 24 de enero de 2014

En alguna parte del mundo, esperando.


Primero una en mi mejilla derecha, luego otra directamente a mi boca abierta y seca de piedra caliza. Entonces un mar de agua caía sobre el mismo mar taladrando mis pómulos dolorosamente y a la vez con la certeza de la resurrección de mi alma hasta ese instante.

Era el cuarto o quinto sol desde mi última carta. Los tirones que el viento hacía al mar y me cubría la cara y los ojos abiertos con su brisa terminaron por emblanquecer mi mirada. Era el telón blanco ocultando sombras detrás, era una mano postrada frente a mis ojos, era un gorrión de pecho blanco anidando en mis pupilas, un torbellino de blancura reprimiendo mi visión.

Era seguro entonces que no había llegado el final de mi historia, desde las nubes me caían trozos de vida para reanimarme el alma que comenzaba a brotar lentamente por mi boca. El aliento volvió a tener humedad, mis manos secas y picadas que carecían de fuerza, se estrechaban una a otra fuertemente apretando el agua entre ellas. El drama de mi muerte había quedado atrás, tal vez como un reclamo del destino por haberme rendido o como un designio de Dios a volver al camino. Pude entender entonces y más de corazón que a raciocinio que ella seguía ahí, en alguna parte de este mundo, esperando, sólo esperando.

Ciego de blancura, postrado aún sobre los maderos, medía el nivel del agua que se acumulaba en la balsa dedo a dedo, crecía tan rápido como si el cielo quisiera volver al mar de un solo golpe y quedarse atado a esta tierra para siempre, pensé, no sería tan bueno el cielo entonces que hasta las nubes quieren volver. La tormenta rebotaba intensamente sobre los maderos de la balsa. Por la espalda, los truenos resonaban estruendosos y resumían en fracciones de segundo lo que estaba por suceder.

Las nubes terminaron por cubrir los últimos destellos de luz que aún percibía, era todo obscuro aunque era de día y la tormenta que hasta ahora había aliviado mi cuerpo se volvía la amenaza más grande que mi vida habría tenido, incluso más que el hambre, tal vez más aún que la soledad misma. Será que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, qué descuidado al creer que nos heredó también su omnipotencia, o tal vez no la habremos descubierto aún.

La balsa se balanceaba de lado a lado constante como péndulo, siempre más hacia la derecha que a la izquierda, siempre más, tanto que sentía caer al mar con cada movimiento. Sabiendo lo que vendría, apreté con mis dientes el morral con las cartas atesoradas en un frasco que había guardado de mi visita a Barcalobos. El péndulo de la única esperanza hecha de madera que me quedaba se mecía tanto que perdía la noción de mi posición con respecto al mar, cada vez más rápido, cada vez más drástico y de un tirón sobre una ola, sentí el vértigo de haberme elevado tanto como la altura de veinte hombres juntos. Fue una fuerza increíble la que me llevó con mi nave hasta lo más alto. Supuse que la vista hubiera sido hermosa desde allá arriba, si tan sólo hubiera podido verla. Al llegar al borde de la ola, a la majestuosa altura, el último suspiro de conciencia casi me arrancó el alma. Caí sintiendo como el viento sostenía mi cuerpo, sin vista y con un destino incierto, sentí las gotas cayendo a la misma velocidad que yo hacia el abismo. Con el morral apretado a mis dientes tomé el último respiro de aire y sal esperando el momento de mi golpe final con el mar. Estaba allí, flotando en el aire a punto de reencontrar mi destino.



Carta para Elita IX


Tengo ocho cartas guardadas en un frasquito que recogí de mi última expedición de ti en Barcalobos. Las he cuidado como un tesoro nuestro, como un manual de sobrevivencia, como un aval de que te he buscado.

No sé si ahora lo haga más por mí que por ti, Elita. Tengo algunas preguntas para cuando te encuentre: ¿Habrías sufrido lo mismo por mí? No pretendo que contestes, simplemente quiero reencontrar mi motivo. ¿Me recordarás? Hace tanto tiempo que te vi por última vez. ¿Habrías caído de una ola a mitad del mar sólo por llegar a tu destino? Tal vez no. Tal vez también te reclame por no haberme encontrado y ahora con este blanco en los ojos será casi imposible buscarte. Envíame otro de tus milagros, de ese pacto que tienes con Dios para que regrese mi vista o si no, al menos que te aparezca aquí, a mi lado y me llames al oído.

Te aviso por si me vez en una calle y me reconoces que tengo estas cartas colgando de mi cuello a la altura del corazón en el mismo frasco. Si es que me reconoces.

Abrazo un montón de arena que supongo se me ha metido a los ojos, estoy en ningún lado donde todo es blanco y mi balsa golpeó mis piernas al encallarse en la arena. El mar me revolcó hasta aquí no sé desde cuando, apenas reanimó mi cuerpo, apenas pude abrir los ojos, y no sirvió de nada. Elita, dime cómo hago sin obtener rumbo, siendo sólo un extraño.

Dame en uno de mis respiros, la fuerza para pronunciar tu nombre. Desde este desesperado momento de mi vida donde no obtengo respuesta o motivo de alguna parte, te pido que esperes. Hoy no sé de poesía, en resumen, hoy no sé ni de mí, ni de ti, ni de vida ni de nada.


Envía un milagro, una hermosa señal, una tan bella como tú.


Texto: C. Satarain

viernes, 17 de enero de 2014

La princesa del castillo de nubes




Entonces, en el quinto amanecer, la calidez del sol reflejada en el infinito mar obtuvo tonalidad. Los cientos de olas golpeando la balsa al romper en la proa salpicaban agua turbia de color blanco y café. Detenidamente levanté la cabeza del madero donde dormía durante días sin saber ni gota de mar, ni grano de arena y ahí estaba, el verde que cubría el bosque bordeando la costa de mi tierra. Había llegado y era mi bienvenida. A la derecha del séptimo árbol estaba mi madre añorando y sufriendo como siempre por mi carente vida, detrás de ella y de una obscura puerta salió Elita. No iba a estar ausente en ese momento, no podría. Apareciendo de los árboles estaban todos los que en algún fragmento de vida fueron imprescindibles. La mujer que, cuando fui niño, me mostró lo hermoso de las melodías acompañadas. El poeta de Barcalobos, viejo, anciano, sin vista y sin alma estaba recostado en una palmera como esperando el fin. Mis amigos que uno a uno emergían del bosque a recibirme a la llegada. Estaban todos, estaba ella.

La balsa se atascó en la arena, yo casi inmóvil y sin fuerza, seco como un mendigo en medio del desierto no pude hacer más. De varios tirones y entre  todos me llevaron a la orilla. Me arrastraron cuidadosamente mientras mis dedos índice y pulgar hacían un surco en la arena hacia mi destino. El sol brillaba en mi cara como el regalo de Dios para ese momento.

Elita se acercó a mi oído y susurró:

“De tu boca he extraído vida. De tu boca has matado al corazón. Te habría esperado hasta la muerte”
Alejó su boca de mi oído y se reencontró al mismo instante con mi boca. Había entendido entonces que los labios los hizo Dios para amar, para besar y para decir “te amo” al final de un beso.

Abrí los ojos reanimado de fuerzas, podría saltar, gritar, correr, llorar. No tendría mejor fin mi vida que este mismo al lado de Elita.

Pude ver su cara por un momento. Seguía siendo la mujer más hermosa que habría visto en toda mi vida, pensé. La sonrisa que dibujó su rostro la dibujó en mí a la vez que alejaba su boca, sus labios, su aliento de los míos.  Tantos pasos habría dado, incluso el doble de esperanza y llanto por este magnífico fragmento de vida. De sus ojos emanaba amor. Sabía desde la primera vez que la vi que mi vida había cambiado y trazado miles de rumbos que justo culminaban en este destino, los labios de Elita.

Con mi mano derecha sujeté uno de los remos que habían sido mis únicos compañeros durante este viaje al mundo del mar, la mano izquierda la elevé hasta la altura de mi cara con las pocas fuerzas que me quedaban para hacerle sombra al quinto y blanco sol que cegaba más mi vista. Estaba ahí, en medio del mar, muriendo.



Carta para Elita VIII


Elita, he vivido el mejor de los finales y especialmente eras tú. Tantas veces tu Dios me ayudó a revivir y hasta este punto, incluso comienzo a creer en él.

Hoy pude besarte, es algo que no debería contarte porque estoy totalmente seguro que fuiste tú. No te escribo esta carta, se la susurro al viento que me ha mostrado tu final y el mío y que, desde el blanco del cielo que me roba la vista, en un momento más podré ver tu silueta recibiéndome allá en lo alto donde estás.

Mi destino se concluye aquí, en medio del abismal mar. Estoy esperando que bajes hasta aquí, te sientes a mi costado, descansar mi cabeza en tus piernas y me acaricies la cara hasta bien morir.

Elita, tengo entre mis manos el aroma que te robé aquella noche donde el destino te borró y hoy que Dios, nuestro Dios, te envió hasta aquí, he podido recordarlo. Dame un beso en la frente, luego sosteniendo mi cabeza desforzada y mirando a los ojos de la manera más sincera te podré decir que te amo. Estos pasos, esta lucha debían terminar así. Perfecto momento como tú.

Elita, que Dios recoja mi cuerpo suavemente y lo eleve de esta barca hasta donde estés tú. Porque si Dios puso el amor en mi camino, difícilmente podría haberme sacado de tu destino.


Elita, princesa de un castillo de nubes, recibe mi alma como muestra de lealtad.


Texto: C. Satarain

viernes, 10 de enero de 2014

Las tardes del blanco sol


Todo comenzó con un vistazo. Desde la fiesta del Conde Victorioso cuando la conocí, me enamoró. Resultó una princesita que de cabello a lado y de sonrisa apacible no necesitaba más. Yo, a la izquierda del conde, repasaba su comida por la falta de destreza que poseía, asistía sus bocados uno a uno. Ese era yo. Familiar del conde y por lo tanto con el derecho de sentarme a la mesa con la reina y sobre todo con el descaro de preguntar quién era ella.

La princesa se adornaba, yo no la había notado antes esa tarde y aunque entendí que era bella, no presté atención a lo que vendría.

Muchos días atrás, siempre postrados en el mismo asiento de donde veíamos los juegos en ese arcáico lugar, dos filas abajo a 4 espacios de mí, conocí a la mujer de la que prometí por mi vida que sería mi esposa. Ella era tan cabello al aire que me enamoró. Era joven, blanca, limpia y no debía repetirlo pero era la más hermosa mujer que mis ojos vieran. Debí quedarme ciego aquel día o tal vez lo hice. Era bella, era desconocida y lo peor, no era mía y yo tan enamorado de nadie día a día, conociendo sus detalles a tal punto que podría dibujar su espalda desnuda y su cabello suelto uno a uno.

A la mesa con la reina se acercó y susurró algo a su oído, no entendí y no por lo bajo de su voz, sino que el espacio se tornó silencio y quietud cuando regresando y de reojo vi su espalda, no hay mujer con el cabello tan enamorante como el de ella, la que prometí sería mi esposa, estaba ahí frente a mí y yo con la boca abierta de la impresión no pude reprimir a mi curiosidad. 

Pregunté a la reina por ella, nunca la había visto en el reino y con desfachatez suponiendo que era invitada no le di importancia a mis palabras. Sorprendido al saber de la boca de la reina que ella, la mujer que tantas tardes me robó el aliento, era su hija y ahora la tenía frente a mí.

La reina la hizo venir hasta mí y supongo que más por cortesía que por gusto ya que después me enteré que varios “caballeros” la pretendían. Pero esa tarde yo era feliz, las muecas en su cara eran encantadoras y simulaban un buen futuro. La tarde se fue a su lado, fue tan rápido que para el momento en que recobré el sentido sólo recordaba su nombre, y sentado imaginando su linda carita prometí jamás separarme de ella.

Es fuerte el momento ahora en que abro los ojos de mañana y dejo de recordar a Elita, ahora nuevamente con el cielo incoloro y las calles grises. El séptimo golpe que le propiné a la puerta me dio la libertad de las tapias, el sol blanco brillaba frente a mí y a duras penas veía la silueta de dos oscuros niños sentados frente a un portón. Caminé hacia la plaza, no había nadie, todo estaba vacío de un día a otro y la música en el aire había cesado. Las pinturas que semejaban el mar eran sólo líneas curvas en un lienzo claro y los poemas se volvieron sólo palabras de besos esquivados. Llamé puerta por puerta y no aparecían más que siluetas de rostros ocultos como si temieran a mi persona. Desde la mitad que dividía a Barcalobos grité por ayuda, no entendía nada ¡nunca he entendido nada desde que la conocí! Y ahora un pueblo muere por mi llegada, un pueblo que vivía de Elita, de su recuerdo y su belleza y hoy no es más que gris, blanco y sin poesía.

Distinguí una balsa encallada en la arena y de varios tirones le indiqué mi destino. Era hora de dejar la tierra esperando que Barcalobos renaciera.



Carta para Elita VII


Sigo repitiéndome el recuerdo de haberte conocido a modo de alimento aunque esto de no tenerte es peor que pasar hambre. Elita, debías convertirte en sirena y nadar conmigo por horas y horas sin contar el tiempo, de un aletazo regresarme la compostura y con un beso hacerme vivir.

Quiero escuchar tu voz aunque sea en su canto. No me importa si son espejismos o engaños Si he de morir, quiero que al menos una vez más tu voz sea para mí. Aquí deberías estar ayudándome a remar contra la marea y volverme fuerte cuando ya no soy más. Ahora que estoy pidiendo milagros al sol y platicando con él como si fueras tú, deberías bajar del cielo también a arroparme el alma. Dejar de andar tus pasos y voltear hacia abajo para enterarte que sigo aquí debajo, esperando tu mirada, tus manos de luna y la noche de tu pelo.

Ahora que el sol es blanco debería mirarlo fijamente durante 3 horas para que me quemara los ojos con color a paz. El vaivén de la balsa me recuerda tu voz, cómo iba y venía con tu risa pausada dando tumbos en mi cabeza cuando no estás. Hace varios soles blancos que no veo la tierra, no sé cuántos Elita y creo que no me importa.

En la espera de tus tiempos prometí mi vida y jamás rompería una promesa. Donde estés cierra las puertas y ventanas que no importa el tiempo que demore, un día llamarán a la puerta y seré yo.


Desde el mar te escribo, para que no me olvides.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain


sábado, 9 de noviembre de 2013

La mujer que inspiró a un pueblo II


Habría pasado, tal vez dos o tres años desde que no veía el amanecer con tal tempestad, en Barcalobos la mañana fue de lluvia y nostalgia. Los colores parecían escurrirse coloreando el piso y dejando un agrio color a nada colgando de los techos. Las caras verdes de los niños también escurrían como lágrimas y de los cuadros sólo quedaban las siluetas. En el bosque que rodeaba al pueblo, los pinos enrarecían su color de verde a blanco como si fueran cubiertos con nieve y de los troncos labrados tan misteriosos les brotaba un algo de sangre negra que los vestía de obscuro. Yo miraba de reojo esa triste imagen y cerré los ojos para intentar dormir nuevamente aunque sólo conseguí despertar mis demonios internos recordando mi misión y la arcaica vida que desde entonces llevaba. Ermitaño y nómada por convicción logré recordar los lugares que en los últimos tiempos visité y que juré no despegarme nunca más y que tanto no cumplí que incluso cortar raíces fue la única forma de emigrar.

Después de varios minutos, muchos en realidad, abrí nuevamente los ojos, todo era blanco y negro. Quise entender que se trataba de la lluvia que ennegrecía el mundo. Como un acto de redención cerré los ojos nuevamente imaginando que el abstracto de mi vista desaparecería de un momento a otro y no fue así, intenté siete veces más abriendo y cerrando los ojos, las últimas 3 veces apreté tanto que incluso lloraron y nada sucedió, todo era blanco y negro. El mundo se había convertido en ese retrato nostálgico del que ahora era preso, mi cuerpo convertía mi vida en añoranza y entendí que empezar por la vista era el primer paso, después sería el olfato o el gusto, tal vez el oído dejaría de escuchar alegres melodías para sólo entender las más tétricas versiones del mundo. Después vendría mi voz donde no podría repetir su nombre, o mis pasos, hasta quedar inmóvil.

Probé con siete palabras, mar, tiempo, lengua, flores, Lita, tormenta y Dios. Conté mis dedos siete veces, intenté adivinar siete aromas diferentes en el aire también, sólo a manera de estar seguro que mis sentidos continuaban alertas y mis palabras seguían coherentes. No intenté reponerme del piso donde estaba resguardado, primero por temor a continuar con ese juego absurdo y dar siete pasos a la izquierda y luego siete a la derecha. Y en mayor medida por continuar en ese sitio recordando los lugares en donde había estado desde su partida.

Fue en el París de sus nostalgias de donde no pude esconderme. Todo se resumía en ese dedo de Dios que apuntala el cielo y el olor a fernet recorriendo las calles. Es por eso que de parís no quise saber más que sus nostalgias y huí a ese pueblo donde escuché su voz, desde la ventana donde cerré los ojos para no confundir su belleza con la de la noche, fue la primera vez que la pude sentir cerca como la noche en que tomé sus manos. Luego de ahí fue camino de gris a arena hasta la playa donde los personajes me llevaron a ella, a ese hombre que me contó la historia más triste de Elita y donde esa mujer de historias fantásticas me animó a continuar. Entonces recordé mi entrada a Barcalobos donde a mi llegada en la plaza de artes inconscientemente noté un aspecto muy significativo y que ahora con mi blancuzca vista había saltado a mi mente para entender mi caso. Cuando estuve rodeado por esas tres decenas de personas logré notar que 7 u 8 eran guiados por otros mismos que a señas se entendía entre ellos, la mayoría no logró iniciar una palabra como aquel hombre que me tomó del morral al escuchar mi pregunta sobre el artista me llevó sin decir una sola palabra hasta él. Debía entender que la belleza del lugar tenía un precio y yo empezaba a pagarlo.

Repuse mi postura de un salto al entender mi situación, tomé mis escasas propiedades del piso e intenté salir por la puerta de madera. De varios golpes traté de abrirla pero estaba bloqueada por fuera con vigas y tablones, entonces busqué por las ventanas por donde horas antes apreciaba la lluvia al amanecer y ahora todo en obscuridad también parecían tapiadas. Me detuve un segundo a controlar mis ansias mientras tomaba mi cara y la reconocía en la obscuridad. Fue entonces cuando comprendí todo. El artista no era ciego, tampoco era mudo pero tuvo que postrar su mano en mi cara para reconocer mi respuesta, para sentir como asentía a su pregunta. Todos en este pueblo son inspirados por Elita, de una u otra forma, el sordo ama su voz, el ciego admira su belleza, el mudo tuvo la dicha de susurrar a su oído. ¿Qué debo esperar entonces  de mí que tanto la amo?



Carta para Elita VI



Desde la obscuridad de este frío sitio donde te reencuentro, Elita, me has dejado sin habla, llegaste como un vendaval a arrancarle la voz a un pueblo que te idolatra. ¿Cómo podré entonces susurrarte al oído cuando te encuentre?


¿Quieres que pierda la vista para no reconocerte luego? Dime entonces cómo hago para 
pasar la noche mientras mis ojos se apagan poco a poco. Desde la humedad de este sitio de donde 

el aire parece niebla, te lloro. Dame nuevamente la fe en ti para que me cures, dame después el 
resto de tu alma en la niebla para volverte ojos y verte siempre sin importar el mundo.
De viento y mar le libraste al artista del sonido, de no amar más que tu voz por  la copla exacta de 
tu aliento, por no escuchar en este mundo sonido más hermoso que el que de tu boca emana. Su 
vida será tirada al silencio ¿por qué ser indispensable el romper del mar si no estás con él, si no es 
conmigo? Dame la respuesta ahora que ya es noche en un suspiro a mi oído izquierdo.


Elita, cuando leas esta carta notarás que tendrás la mejor propuesta de mi vida en tus ojos y que esperaré que ciego, asientas con tu cabeza mientras tomo tu rostro, esperaré que me mires a los ojos y me sonrías con ellos y con tus manos tomes las mías y se queden así por toda nuestra vida. Regálame la oportunidad de mirarme en tus ojos, entonces no necesitaré la vista para concebir al mundo si en los tuyos yo fuera el tuyo. Dame tu voz para unirla a la mía y tus manos para nunca soltarlas.

Dame esa oportunidad que te pedí tantas veces con la mirada.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain

viernes, 1 de noviembre de 2013

La mujer que inspiró a un pueblo I

      
      Dios cumplió su parte y siguiendo la letra de mi juramento aplané la arena con mis pies, uno delante del otro como un motor de combustible infinito, uno después de otro hacia el sur.

Llegué muy de mañana a Barcalobos, hogar de artistas. Este era un pueblito de costa azul y marfil bordeado por árboles enormes de troncos labrados con la historia de la vida. Era un pueblo alejado de las reglas populares y del raciocinio común. En lugar de aire había música, en vez de agua, poesía, su lengua era filosofía, el cielo, el sol, las plantas, la luna y el mar eran el mismo pero más inspiradores que en cualquier otro punto del mundo. En Barcalobos era difícil caminar porque el corazón bailaba y la poesía te hacía flotar.

Salía el sol cuando crucé el borde de troncos labrados. Alguna vez escuché de este pueblo cuando fui niño, nunca entenderé por qué pero aquí volví a serlo. Crucé su frontera y encontré una pintura de Chagall en los ojos, hacia abajo estaban esas aldeas de techos coloridos, azules, rojos, amarillos, violetas y blancos bordeando o embelleciendo más la costa. Bajé por un sendero improvisado hasta la primer calle con pasos cortos como esperando la bienvenida, como si supieran mi historia y mi destino, entrar coronado por mi labor de búsqueda y mis renovadas fuerzas exploradoras pero sobre todo por el premio a mi amor infinito a Elita. Nada de esto sucedió, aunque sí fui recibido por siete coloreados niños con máscaras verdes selva que me rodearon en un salto desde los techos y al ritmo de una lira me encaminaron a una especie de plaza central que en vez de plaza era la más bella galería de arte que mis ojos hayan visto antes. Pinturas tan hermosas apuntando al mar como para su comparación, recorrí todas ellas, figuras angelicales, mares embravecidos, cielos limpios y hermosas musas, y ahí estaba, a un costado de ese cuadro del bosque obscuro, a su izquierda, ella en su representación más bella pero, ¿cómo a tantos días de camino alguien tuvo la dicha de pintar a Elita? Me asombré de golpe al imaginar que aquí estuviese o que pasó de camino y algún artista no pudo resistir tal belleza que se obligó a plasmarla. Entonces voy en la dirección correcta, pensé, si no es que entre estas personas se encuentra ella. Sonreí al pensar que mi camino había terminado.

Acudieron tres decenas de personas a mi encuentro de la plaza central, músicos, actores, poetas, saltimbancos, pintores, filósofos y uno que otro sin talento pero fiel admirador de la belleza de los sentidos aunque ninguno era ella. Pregunté al primer hombre que cruzó mi camino por el autor del cuadro y al revisar mis extrañas ansias me tomó del morral sin decir nada y corriendo o danzando, es difícil distinguirlo aquí, me trajo hasta la casa del mejor pintor del pueblo y también un gran poeta. El hombre se acercó de manera curiosa, me examinó de cerca, hizo esa seña con el pulgar que sólo entendí como la mirilla de un arma y negó tres veces con la cabeza. Abrí la boca para esbozar una palabra y de un golpe en la mesa obligó a mi silencio, colocó su mano sobre mi boca de modo que no se dijera algo de más y susurró: -Entonces eras tú. Yo no entendí sus palabras, ¿quién era yo? ¿Me conocen? “Eres tú” repitió. -¿Aún buscas a Elita? Preguntó mientras sostenía su mano en mi rostro, yo afirmé asintiendo con la cabeza a fuerza contraria a la suya. Al sentirme casi inmóvil soltó mi boca y continuó: 
-Una vez vi a Elita. Era la princesa más bella que Dios le pudo haber regalado al mundo, incluso más bella que las sirenas. Yo pinté su retrato. Aquí todo el pueblo la conoce, pocos la han visto pero es la musa perfecta. Los cielos están coloreados por ella y por eso el pintor los plasma tan bellos, la música viene de su voz y sus latidos, por eso aquí no caminamos, la poesía está formada por su alma y por eso los poetas aman su belleza.

Sacó de su bolso derecho un trozo de papel amarillo, lo desdobló y lo puso sobre la mesa.

–Cuando la conocí había pasado de largo y escuché su nombre… no podía creerlo, ¿sería a caso que tenía un nombre? Comentó mientras sentí un escalofrío que comenzó por el índice de mi siniestra cuando concebí imaginar las palabras que de su boca salieron. No debí dudarlo, era un gran poeta, o un poeta, o poesía.

Soneto para un beso esquivo

si gozas de los versos que yo escribo,
es, mujer, por desdén indiferente
del despierto soñar tu beso ausente
pues pídole cordura al trance altivo.

quisiera yo, mujer, tu beso esquivo
de aliento de cerezas elocuente,
de labios fresco almíbar -ciertamente-,
quisiera yo, tu beso fugitivo.

un ósculo yo pido para el fuego
que viene en mis entrañas encendido;
por tu boca le ruego al fuego ciego

que razón de vivir da resentido
al ánima que grita por sosiego
y al corazón que clama otro latido


Sin duda el artista podía entenderme, él vivió por ella alguna vez, la siguió al fin del mundo, luego se rindió. No era más que su reflejo, era él y era yo en diferentes tiempos.


 Carta para Elita V


Después de haber conocido este lugar me sigo preguntando ¿por qué preferías París? Si allá todo es gris de ocre y hierro. Deberías tomar mi mano alguna vez y caminar conmigo estas cortas calles, de ida y vuelta, del bosque al mar, hasta la noche. Verías lo fácil que es embellecer un lugar nada más con tu presencia. Deberías, por qué no, salir a bailar de una de estas chozas, de la que quieras mientras yo te dibujo o soñar conmigo de vez en cuando para darte poesía.

Elita, debías saber que inspiras a un pueblo, que eres leyenda y que tus dudas acerca de tu belleza se han afirmado aquí. Debías enterarte de lo que hiciste nada más con existir.

Elita, si hubieras vivido esta noche aquí conmigo entenderías de lo que el poeta habla, y es que es cierto, el mar sólo se le puede comparar a tus manos, el cielo no existe más que en tus ojos, tu alma deambula en gotas de aire de un lado a otro entrándonos por la piel inundando el corazón y tus labios, tus labios siempre provocando un beso esquivo.

Qué puedo decirte que no te haya gritado antes desde una roca frente al mar, desde una ventana enmarcando a la luna o desde París. Qué puedo decirte ahora que ya lo sabes todo, que lo supiste cuando nos vimos la mirada por primera vez, que lo entendiste cuando tus dedos se unieron con los míos y que olvidaste entonces desde que no estás. Qué puedo decirte yo que tú no sepas.

Ahora que te pienso, recordé el día que te conocí, estabas tan "cabellera al viento" que los centenares de personas a tu alrededor parecían manchas. Estabas tan pequeña, tan mujer, tan distraída y custodiada que no me acerqué. Siete veces te encontré en el mismo sitio, entre la misma gente, entre tu gente, entre ellos dos. Siempre tan “de espaldas” y yo tan “tu cabello” siempre tú, tan mía aunque no lo supieras y yo tan “ganas de abrazarte”, tan cerca e indiferente. Siempre tú, Elita, tan “mi vida” que ya soy como una extensión de ti, pequeño y largo creciendo de tu costado, firme, lento, puro y limpio, creciendo a tu lado para estar junto a ti por el resto de nuestras vidas.


Elita, qué podría decirte yo, después de lo que nos dijimos con la mirada.


Texto: C. Satarain
Soneto: Jesús Cáñez
Twitter: @carlossatarain

viernes, 18 de octubre de 2013

La mujer más bella del mundo


      Han sucedido seis días desde que le escribí esa carta, sentado sobre esta roca que ahora arquea parcialmente mi espalda, con el mar a mi diestra y un cangrejo moribundo a dos pies de mí. Me llevó un día saber que debía estar aquí, pensar que podría esperarla, pensar también en no salir otra vez a buscarla. En tomarme seis días para saber si valía la pena y valían mis pasos.

Fue durante el segundo día cuando conocí a la mujer misteriosa que el día de hoy se robó mi atención y desvió mi mirada del camino, es por eso que aquí continúo esperando la razón para partir. 

Fue al alba del siguiente día, después de enterarme de Elita y la noche que truncó nuestro destino, caminando por la playa que el mar convertía en un lienzo fino golpe a golpe contra la arena en donde la encontré. Era un pórtico viejo y casi en ruinas, de vigas picadas al sol y maderas carcomidas por la sal, todo en tonos sepias que figuraban su larga vida. Estaba sentada ahí, inmóvil como esperando un milagro, como esperando el ocaso y sus milagros. De joven no tenía ni la sonrisa, de vieja le quedaba el rostro, al momento pensé que el mar le había deslavado sus cabellos para convertirla en ola, para poco a poco convertirse en mar. Me senté a observarla por largos tiempos desde un montón de maderos y supe que debía acercarme.

La saludé con amabilidad tratando de no interrumpir su vista al mar, que después me enteraría que en realidad sus ojos no apuntaban al azul sino a su interior. Eso lo supe porque no contestó a mi llegada y entendí que no era consciente de su vida. Me senté a su costado tratando de adivinar el horizonte de su mirada y mientras el mar comía mis ojos llevándolos por lo redondo del mundo de un zarpazo de madera golpeó mi cabeza sentenciándome como una madre a un niño o como el verdugo a Dios. De un grito me ordenó llevarla al interior del lugar mientras a regañadientes susurraba palabras en latín que no entendí. Intenté soportarla a manera de pedestal cuando de nuevo sentenció pero ahora a sus piernas. –Estas me las dio Dios para caminar, pero olvidó el motor. Dijo con voz ahorcada mientras me miró el rostro. Entendió que no entendía nada y ahora con más voz de madre que de verdugo me contó su historia.

Ella fue doncella del reino cercano, a sus pocos años tenía la fama de la mujer más hermosa sobre la tierra y tras los años la fama creció. Yo le creí porque detrás de sus largas arrugas escurría belleza. Hubo un príncipe azul, una vez nada más y fue para ella, tuvieron una boda, hubo fiesta por seis días aunque en estos tiempos la nobleza no se casa con plebeyas, ella tuvo la fortuna del amor de hadas. Dos años pasaron por sus vidas hasta que en la afrenta de Solsherin su príncipe azul cedió la vida. Dos madrugadas después una fiera humana la lanzó por el balcón partiendo su cadera en dos y fue echada del reino para siempre.

En resumidas cuentas ella dedicó su vida al mar, al azul de su príncipe, a la eternidad de Dios. Me enteré a mis visitas diarias de las labores que las mujeres del lugar hacían en su hogar al saberla inmóvil. Me sumé a sus empeños llegando puntual por tres días a mostrarle al canario el sol y regresarlo a su prisión diaria por el ocaso.

Hoy estoy sentado con esta roca a mis espaldas arqueadas, algo oculto de aquella mujer inmóvil al viento. Es difícil entender los motivos de las personas para cumplir su misión en la vida. No sé si en realidad fue doncella y vivió en un reino, no sé si era tan bella como lo supuse o no sé tampoco por qué sigo aquí esperando a que llegue mi princesa si tal vez en dos años yo ceda la vida y jamás la vuelva a ver. Esta mujer me volvió a mostrar el camino y me enseñó a no quedarme inmóvil.

Es el ocaso y su canario está afuera. La mujer se levanta de su silla, toma a su canario y camina a su prisión.
   

Carta para Elita IV


Elita, he notado como corre el tiempo, de los días que le suceden al otro, luego al otro y al anterior, de las veces que los mido en suspiros y recuerdos de ti. He pensado en la duración de Dios como piensa el poeta, he pensado en mi destino y he pensado también convertirme en roca. Ya no puedo controlar mis palabras después de lo que le he dicho al viento de ti, de lo que le platico a la arena y de los versos que el mar se lleva, he intentado dártelos por mar y tierra y viento y no encuentro respuesta.

A este paso no te creo en definitiva tan princesa, ni esta vida tan cuento, ni este amor tan mutuo. No te creo que la arena que me golpea el rostro sea tu caricia y mucho menos el viento aliento tuyo. ¿Cuándo habrás de darme algo? una señal, un relámpago en el pecho, una lluvia en los ojos, un alud en mis manos o una muerte real. Ten, te entrego mi vida en tus manos, nuevamente y como siempre, hasta la noche.

Hoy vi como un milagro falso encarceló un alma, hoy vi en ella la levedad del amor y vi también a través de sus pasos mi destino sin ti. Yo también podría fingir que no puedo, que ya no podré caminar y empeñarle a los hombres mi sufrimiento, yo también podré hacerlo, pero Elita, prefiero vivir sin pasos, perder la voz, quedar sin aliento, pero que los ojos no me los quiten por si te vuelvo a ver.

Elita, tomemos el juicio de Dios y hagamos un trato. Esperaré sentado bajo este cielo ahora estrellado la señal para emprender mi camino, confiemos en él y en su voluntad que yo confiaré mi suerte a la primera estrella fugaz. Si el camino te encuentra lo sabremos, será el mejor trato de nuestras vidas.

Elita, esta noche espero tu milagro.



Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain 

viernes, 11 de octubre de 2013

El encuentro más grato y la historia triste



      A la salida de Barsevez se encontraba un arco enorme y blanco semejando el retrato de la que sería la historia más memorable en mi camino hasta hoy. Aquel era un sendero de tierra gris que paso a paso polveaba mis zapatos coloreándolos de café a obscuro, bordeado por cipreses altos hasta el cielo o hasta donde el sol me permitió observar. Fue mi camino durante días y noches bajo el mismo sol, cobijado por la misma luna. El telón se elevaba todas las mañanas de tierra gris y se ponía tan negra por la noche que era imposible distinguir el horizonte estelar y mi destino. No recuerdo si fue un año o un momento cuando el gris se transformó en color arena y las ruinas naturales se volvieron nulas.

Desperté esta mañana recostado bajo la sombra, a exactos siete pasos del portal. La ropa que llevaba ese día se adhería a mi piel por el protestante sol que penetraba por la rendija del tercer carrizo sin atar de ese techo artesanal. Eran las 12 del medio día, hecho que comprobé al no encontrar sombra alguna al mástil que detenía mis escasos recuerdos cargados de Elita, recuerdos resguardados en aquel bolso haraposo y triste. Adelanté mi mano derecha dos palmos para encontrarla con la vasija que de reojo había distinguido y que mi instinto de no morir me refería a vida. Estuve ahí boca arriba cerca de diez minutos, invertí también diez minutos en adivinar de qué hogar era este techo, de qué fuente bebí esa agua y qué tan lejos o cerca estaba de ella.

De un salto me repuse al entender que no entendía ni un poco y al asomar la mirada por el portal pude ver la magia, ese azul del mar no lo habría visto más que en el cielo que alguna vez nos cobijó aquel día en el parque. -Te encontraron anoche dos dunas atrás. Se asomó un susurro de lo obscuro como se asomaba todavía el rayo que ahora brillaba en mi cara y que no me dejó distinguir. Fue una voz fuerte y sobre todo muy conocida y continuó: Casi llegabas, ¿por qué te rendiste? Al escuchar esa pregunta supe exactamente de quién se trataba.

En el palacio de cantera de Reino Jardín trabajaban día y noche las doncellas que veloces vestían y desvestían a los nobles, las mujeres que no perdían un detalle de la pulcritud del palacio, el maestro de los banquetes que cuando enfermaba, Elita intentaba suplantar cocinando panecillos dulces o sopas de bajo presupuesto que la familia real y uno que otro de poca suerte era invitado a degustar. Estaba también él, la diestra del rey que siempre en mis visitas de encuentros con Elita saludaba amablemente a mi llegada.

Me ofreció una modesta comida al notar que hacía dos días no había probado ni un bocado de pan y mientras me atragantaba de aquel que para mí era un manjar, me contó de Elita y de lo que esa última noche trágica sucedió. Me enteré de lo impensable, con escasos detalles relató que momentos después de mi partida, la Reina sentenció duramente a Elita y que tras la puerta de su gran habitación se lanzaban fuertes voces una a otra, incluso en un segundo de poco raciocinio y llevada por la ira, la Reina con voz de sentencia, le deseó la muerte. Al día siguiente todos los presentes fueron echados del palacio con dos costales de monedas y la promesa de no hablar con nadie de lo sucedido. Nadie sabe el motivo, me comentó, pero al día siguiente no volvieron a ver a Elita.


Carta para Elita III


Te escribo a donde estés desde esta playa escondida en el occidente, las olas que golpean la roca donde estoy sentado llegan a acariciar mis pies como un consuelo de estar solo. Hoy me enteré de ti y tras los días que pasé sin tu nombre en mi oído por fin encuentro las palabras para escribirte. Quisiera enterarte de las tardes que se meten siempre en el mismo horizonte, de los caminos que de un paso a otro cambian de color y de los destinos que poco a poco me acercan a ti. Quisiera gritarte que voy a tu encuentro y sentenciarte a que no des ni un paso más.

Elita, ¿Es tan difícil que grites al viento que me esperas? Para así encontrarme tu voz enredada en un árbol o en el cantar de un gorrión y no rendirme. Pudieras también, incluso, preguntar por mí y saber que estoy sentado en esta playa, sobre esta roca y si así fuera, yo te esperaría.

Elita, quisiera enterarte de muchas cosas, que tal vez fui un cobarde por no volver atrás y buscar tu mano cuando más me necesitabas, quisiera enterarte de todo, de cómo mis manos temblaron al escuchar de aquella noche y saber que no estuve ahí para arroparte, para consolarte, para estar contigo. Elita, quisiera enterarte de todo, quisiera gritar que me arrepiento por haber juzgado tu silencio. Por no estar contigo.

Desde el oleaje de tu pecho en que naufraga lentamente mi rostro, dijo nuestro poeta, quisiera reencontrarte. Desde la roca que soporta mi llanto y el atardecer sin ti, escribirte otra carta. Desde las sombras que en mi pecho se transforman en alma, me faltas.

Elita, en donde estés, detente. No te muevas, no camines, no cantes ni llores y si tienes oportunidad voltea hacia atrás, de vez en cuando, cuando tengas ganas de llorar voltea atrás, tal vez pronto en el horizonte aparezca yo.

Elita, en donde estés, por favor no me olvides.


Texto: C. Satarain

Twitter: @carlossatarain